viernes, 4 de marzo de 2011

Los amantes

Al frescor de una noche de verano, el sabor del agua salada salpicaba la saliva de los dos amantes. Ambos eran jóvenes y hermosos. La noche estrellada del Mediterráneo les envolvía, encogiendo sus adentros con un no sé qué silencioso, cadencioso y al mismo tiempo, extrañamente triste.
Ambos sabían que dependía del momento aquel acto sagrado que se disponían a cometer, que ya estaban cometiendo, sin saber por qué.
Ambos sabían que era puro milagro el haberse mirado de aquella forma, el haberse llamado con el cuerpo, el haberse arrastrado el uno al otro sin apenas mediar palabra, sin saber sus nombres, sin querer saberlos.
La Luna los miraba, en todo su esplendor. Qué envidia no ser ellos, recogidos en un abrazo eterno, bajo el agua oscura, salada y fría.
Imposible dejar de mirarles, descarados y bellos, amándose a espaldas de todo, queriéndose por entero en un instante, abrazados al mar, deshaciéndose en agua.
La Luna mandó su reflejo blancuzco, deseando agarrar un poco de aquello.
Mas ellos continuaban, felices en su infinita desaparición en el instante presente.
Los amantes siguieron después en tierra firme.
Y de nada le valió al Sol anunciar, con sus rayos, que aquello se acababa.
De nada les valió a los pajarillos del campo asomar sus piquitos y empezar su función musical.
Ellos, enfrascados en la única certeza de que disponían, dueños de sus almas, tan sólo cesaron cuando, mirándose exhaustos, sus besos cansados, no supieron qué decirse el uno al otro.
La Luna, ya borrada su presencia por la claridad del día, se sonrió en silencio.
-Eso lo sabía yo-, se dijo. Ahí no había nada; ni sentimiento, ni espiritualidad: puro deseo carnal-.
Los amantes, sin embargo, recordarían aquel  suceso durante toda su vida.
Y el mundo, ajeno a él, carecería de sentido, de no haber ocurrido.

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