sábado, 9 de noviembre de 2019

El Joker, la película de 2019

Hay algo en el Joker que desgarra el alma. Uno sabe que esta persona es un pobre niño encerrado en el cuerpo de un hombre adulto trastornado cuya mente ha vencido la batalla a la biología, a la explosión vital que deberíamos ser cada uno de los seres vivos, al igual que lo son las flores, los leones, las amebas, los virus. Uno se pregunta en qué momento esa sociedad putrefacta, corrompida, corrosiva y amargada ha ganado la batalla al amor, al amor a las cosas simples, al respirar libremente un aire puro, tomando el sol de primavera, resguardados de la lluvia, al mirarse a los ojos con alguien y saber que es tuyo, a los pensamientos puros, que concuerdan con la vida, a la risa enseñando dentaduras perfectas por sanas, al sistema inmunitario que celebra el nacimiento de nuevos seres, a las verdades universales que ya han dejado de serlo, por haber sido interpretadas, a la melancolía verdadera, a la vida. Uno ve el Joker y sabe que en la historia hay algo de verdad y ve que en las escenas la tristeza que hilvana la trama entera es parte de nuestro derecho robado a disfrutar de la vida. Uno se pone, inevitablemente, del lado del malo, del asesino, del violento, del ser de la vida desastrada, por todos aquellos cuyas vidas son perfectas y felices, tanto que la suya propia se hace absurdamente insoportable. Ver esta película es un ejercicio de comprensión y de comprehensión: uno entiende la amargura y las razones del ser bondadoso, abocado, obligado al mal, pero a su vez, la historia personal del arquetipo trágico del villano herido de muerte cuya muerte mata, se eleva sobre la propia historia y desgrana la naturaleza oculta del estado actual de nuestra sociedad global. Como en la mítica película Blade Runner, la ciudad sonde se desenvuelve la historia es un personaje más, como lo es el escenario de los sueños en las interpretaciones psicoanalíticas: esa ciudad, en ambas películas, es como el ser viviente, pútrido, agónico y envolvente, corruptor y corrupto a la vez, que transforma seres buenos en malos y que desdibuja la realidad para hacernos creer que no hay nada más que aire oscuro e irrespirable y valores torcidos. Esa ciudad, decía, se eleva sobre la propia historia que se narra y pasa a ser metáfora de una sociedad que ha dejado de ver con los ojos del ser vivo, porque lo vivo se ha apartado, porque los animales se conocen solamente a través de pantallas, los bosques son fotografías en internet y las plantas vienen en macetas. Esta, como la otra, son historias que reflejan en lo que el humano ha convertido el mundo: un lugar donde lo vivo muere y lo bueno termina perdiendo la identidad. La grandeza de el Joker, con la maravillosa interpretación -desgarradora y patética- del actor que interpreta al protagonista, está, no solamente en la historia que cuenta, profunda como lo es la mente humana, y a la vez simple como lo son las historietas de Batman, sino que reside en haber logrado mimetizarse con la realidad actual de nuestro mundo. Esa mueca a modo de sonrisa que el protagonista, una vez vencido por sus demonios, se dibuja a la fuerza en su cara -pues no puede sonreír, porque le han robado el alma- es el intento que desde los medios y la publicidad se hace, de enmascarar la realidad de un mundo que está siendo espoleado y maltratado, precisamente para lograr poner esas sonrisas inútiles en las caras de gente que ha perdido el sentido verdadero de la vida. La sociedad actual se pone una mueca de sangre para sonreír, por encima de bosques destruidos y de guerras de destrucción masiva.

Nueve de noviembre

Nueve de noviembre y mi corazón sigue congelado, como cuando en el silencio de la noche, de pequeña, soñaba con miedos oscuros y me despertaba rezando, de madrugada, para que no me atrapase la lepra o algún asesino descuartizador de mujeres y niños. Nueve de noviembre y en medio de la nada, el todo. ¿Cómo es posible que mi alma se desarme cada vez que intento concentrarme en el por qué de la vida? Preguntas que me acosan como balas clavadas en mi carne desde antes de nacer. Nueve de noviembre y esa certeza de que nada está escrito y de que todo vale. Es nueve de noviembre, de dos mil diecinueve, y yo sigo buscando luz entre tanta oscuridad. Parecería que al nacer todos llevásemos puesto un cartel dirigiendo nuestras vidas: sería tan fácil así, como Adán y Eva, flotando en un paraíso de verdades como puños. No, nacimos bajo el signo de la duda, de la esperanza basada en los anuncios de internet. Nueve de noviembre, dos mil diecinueve. La vida se desata en las esquinas, bajo el sol de otoño, luminoso y bello, sobre un claro cielo azul del sur de Europa. La vida se muestra como es, con la forma de unos pinos movidos por el viento o de pequeñas, diminutas moscas que acuden a comida en descomposición. La vida late bajo mi cerebro saturado de ideas. Este primaveral otoño abre sus alas invernales y guarda el misterio tras de sí: jamás pensé que esto sería así, cuando yo nací. He abierto los ojos en un túnel, y lo que veo son sombras de las cosas que una vez fueron reales para mí. Nueve de noviembre y sé que nunca volveré a verte.