viernes, 25 de marzo de 2011

El dolor

El gran drama del ser humano es que el dolor no tiene final.
Una vez hecho este descubrimiento, una desazón se apodera del alma, y ya nada viene a ser igual.
Mientras el dolor se adueña de la mente, desaparecen la esperanza, la fe, la solidaridad y el amor.  
Porque todo se desvanece frente al dolor.
Mas la verdadera revelación ocurre cuando se sabe que no tiene por qué tener un final, más allá del final de la propia vida.
Entonces se pierde la fe y se sabe que no hay dioses esperando en ningún lado.
Y cuando todo pasa, si es que pasa, el entender que nada ha cambiado alrededor, que nadie puede saber que has sufrido, que nadie sufre contigo, te hace ver que estamos solos, solos en el dolor.
Los tiranos saben de lo que hablo, porque usan la fuerza y la brutalidad, como aconsejaba Hitler, para dominar a los demás. Llevar a la gente al límite de su dolor la fuerza a cambiar.
Hay una sabiduría en el dolor, igual que hay una sabiduría en el amor, y en la alegría.
En época alegre, uno cree, se comunica, ama a su prójimo y se enamora.
Para el dolor no hay, sin embargo, un entusiasmo o motivación, más allá del momento presente. Uno sólo puede pensar en que acabe, o en que acaben con su vida.
Pero si finalmente acaba, regresan los dioses, regresa el entusiasmo, los amores, la vida. Es muy fácil olvidar el dolor.
El conocimiento que el dolor trae consigo, ése, sin embargo, jamás se olvida.

Una maleta roja

Una maleta encima de un armario. La maleta esta vacía, el armario está lleno de ropa.
La muchacha lleva viviendo en la casa más de tres años.
      La maleta, grande y de un intenso color rojo sangre, aguarda en silencio. Ella no dice     
      nada, las maletas no hablan. ¿Las maletas no hablan?
Cada mañana, cada noche, la muchacha se levanta y se acuesta en su cama. La deja, la hace, la deshace, se mete en ella. Cada día el mismo ritual, varias veces al día.
La maleta está encima del armario.
A veces, la muchacha piensa en quedarse.
Tal vez, en este lugar, puede que, si tal vez se decidiera a quedarse, podría ser feliz.
Ella no sabe que puso su gran maleta roja encima del armario guardarropas y que, haga ella lo que haga, piense lo que piense, aquello está allí, flotando en el ambiente caldoso de su subconsciente, en el limbo de su mente.
¿Cambiaría ella de opinión si lanzase la maleta al río, si se deshiciese de ella como uno se deshace de un cadáver? ¿Será que los objetos no son tales, sino que, tal como si estuvieran dotados de vida propia, deciden sobre la vida de uno?
La muchacha no lo sabe, y tampoco lo piensa.
Un pensamiento así no es digno de ella, ni de nadie, más que de un loco o de un perezoso.

lunes, 14 de marzo de 2011

Más de mil años

Tengo más de mil años. Siento el peso de millones de almas sobre mis espaldas, y una afilada espada clavada en el corazón.
Hace un tiempo yo era alegre, fresca y clara, como las aguas de un riachuelo campestre en primavera.
No sé cómo fue, qué pasó por medio, hoy soy la persona más anciana del mundo.
Por mi vida desfilaron las promesas, el amor, los huracanes devastadores, los silencios desastrosos, las mil mentiras.
Tengo más de mil años. Y toda la experiencia acumulada en los ojos.
Si me ves, ves a una persona de aspecto joven. Si cierro los ojos, todo está bien.
Pero si me miras, si tus ojos se paran en los míos, sabrás los sucesos de toda la Historia.
Tengo más de mil años. Los viejos lo saben. En mi mirada vidriosa descubren la suya.

sábado, 5 de marzo de 2011

Cuando te enamores

-Cuando te enamores- le habían dicho a la muchacha-, verás a la persona de quien te hayas enamorado, como la más hermosa del planeta. No le encontrarás defectos.
Eso a ella, a sus treinta y tantas primaveras, todavía no le había sucedido.
Mientras tanto, lo que sí había ido obteniendo era un conjunto de experiencias, más o menos amorosas unas, más o menos pecaminosas otras, que colocadas unas sobre otras de manera que encajasen, conformaban una especie de rompecabezas maravilloso, una figura que podría parecerse mucho al ser amado.
La muchacha se quedaba observando esa figura, detenidamente, a veces durante horas, y abrazada a ella, le decía cosas bonitas, y ésta se las devolvía a su vez.
Aquel día de sol y brisa fresca, en el campo, junto a un pequeño río, un primer novio la había amado intensamente. Un amante furtivo, en el frío de una noche sevillana, le demostraba a zarpazos su amor efímero. Un alto y apuesto extranjero clavaba su mirada en la de ella, un otoño madrileño, mientras la besaba en su lecho de flores blancas.
Uno tras otro, sus amores baratos le regalaban instantes magníficos, precisamente porque eran muchos y precisamente porque eran cortos.
La muchacha dudaba de que algún día conociese el amor verdadero, ése que borraba toda huella de fealdad, toda imperfección, todo paso del tiempo  en el cuerpo físico del amado. Y en el cuerpo mental, también.
Abrazada a su manta, hecha de retales de telas tomadas de aquí y de allá, se las ingeniaba para conocer a su próxima víctima. Una infinitesimal punzada de melancolía rozaba entonces su corazón. En esos momentos, respiraba hondo, cerraba los ojos y recordaba aquella arena fresca y su cuerpo mojado contra el de él, en una oscura y calurosa noche de verano barcelonesa.

viernes, 4 de marzo de 2011

Los amantes

Al frescor de una noche de verano, el sabor del agua salada salpicaba la saliva de los dos amantes. Ambos eran jóvenes y hermosos. La noche estrellada del Mediterráneo les envolvía, encogiendo sus adentros con un no sé qué silencioso, cadencioso y al mismo tiempo, extrañamente triste.
Ambos sabían que dependía del momento aquel acto sagrado que se disponían a cometer, que ya estaban cometiendo, sin saber por qué.
Ambos sabían que era puro milagro el haberse mirado de aquella forma, el haberse llamado con el cuerpo, el haberse arrastrado el uno al otro sin apenas mediar palabra, sin saber sus nombres, sin querer saberlos.
La Luna los miraba, en todo su esplendor. Qué envidia no ser ellos, recogidos en un abrazo eterno, bajo el agua oscura, salada y fría.
Imposible dejar de mirarles, descarados y bellos, amándose a espaldas de todo, queriéndose por entero en un instante, abrazados al mar, deshaciéndose en agua.
La Luna mandó su reflejo blancuzco, deseando agarrar un poco de aquello.
Mas ellos continuaban, felices en su infinita desaparición en el instante presente.
Los amantes siguieron después en tierra firme.
Y de nada le valió al Sol anunciar, con sus rayos, que aquello se acababa.
De nada les valió a los pajarillos del campo asomar sus piquitos y empezar su función musical.
Ellos, enfrascados en la única certeza de que disponían, dueños de sus almas, tan sólo cesaron cuando, mirándose exhaustos, sus besos cansados, no supieron qué decirse el uno al otro.
La Luna, ya borrada su presencia por la claridad del día, se sonrió en silencio.
-Eso lo sabía yo-, se dijo. Ahí no había nada; ni sentimiento, ni espiritualidad: puro deseo carnal-.
Los amantes, sin embargo, recordarían aquel  suceso durante toda su vida.
Y el mundo, ajeno a él, carecería de sentido, de no haber ocurrido.