viernes, 20 de septiembre de 2019

Libertad de movimiento

En aquel cuartito yo me sentía tuya, y tú eras mío. Nos amábamos y al mundo no podía importarle. Me aferraba a ti, por la noche, como una niña chica, con mis ansias locas de pertenecerte. Y, por las mañanas, al alba, tú te dabas cuenta y me abrazabas aún más fuerte, aún con más ímpetu. Tú y yo juntos y nada más a nuestro alrededor. Tú y yo, inseparables, nuestros pasos pegados, nuestras palabras acariciándose al mirarnos. Mirarnos el uno al otro era el despertar de las estrellas en una nebulosa increíble, explosión milagrosa creadora de mundos. No sé cómo el aire comenzó a enrarecerse, a perder el oxígeno. No recuerdo por qué comenzaste a observarme así, amor, de esa manera. Tal vez todo comenzó antes, y yo no me di cuenta. Quizás fue demasiado amor el nuestro: nada verdadero puede ser fácil. Uno mismo estropea su propia vida, de eso no hay duda, en el vano intento de quererla apresar. Empezaste a cuestionar mis miradas, mis palabras, mis llamadas, mis cortas idas y venidas. Ay amor, amor mío, ¡si yo vivía para ti! Te volviste acechante, de mí y de mi sombra. Un grito un día, un insulto después, una humillación aquí y allá y mi tic-tac decía, espera, espera, espera y aguanta. Te ama y le amas, lo otro ¿qué más da?. Nada tan bello puede resistir, amor, nada como lo nuestro podía durar, bajo riesgo de explotar ambos, de tanta dicha. Creo que por ello decidiste romperlo. En aquel cuartito, nuestro templo de amor, yo padecí tus preguntas insidiosas, tus acosos, y me parece que allí comenzaste a empujarme, a escupirme, a pegarme. Te lo avisé muchas veces, mi niño, te lo advertí. Mataste lo mejor que había en nuestras vidas. Y con mi alma aplastada, deseando amar, y mi cuerpo hecho preso, sin libertad de movimiento, un buen día, en un descuido tuyo, me fui para no volver.