Llegada a sus manos como por casualidad, la primera vez la miró, la remiró y, al no conseguir experimentar nada de esa manera ni lograr algo de ella combinándola con otras materias, la olió (y el olor era más bien desagradable, por su cualidad mohosa) y la probó.
A los minutos, tal vez horas, el alquimista cerró los ojos, se echó en un catre, y supo por primera vez en su vida, que lo que buscaba, por fin lo había hallado.
Y nada más en su mundo anterior tuvo ya ningún sentido: en aquella experiencia, tan real como imaginaria, comprendía de pronto el universo entero, aprehendiéndolo para siempre en su mente.
¿Podía haber felicidad mayor para un hombre de ciencia, de la verdadera Ciencia?
Qué poco sabían sus contemporáneos sobre las principales aspiraciones de los que eran como él; qué poco de sus larguísimas horas en pos de la verdad, qué miserablemente comprendidas eran sus vicisitudes y cuán poco le importaban a él, en realidad, todas estas cosas ahora.
Por fin entendía. Por fin perdonaba. Por fin pensaba. Por fin todo, todo en este nuevo mundo que se le abría ahora, tenía un mismo hilo conductor, un sentido.
Y el alquimista, más solo que nunca, se sintió por primera vez, la persona más acompañada del mundo.