jueves, 18 de agosto de 2011

LA CIENCIA

Concienzudamente, el alquimista pesaba –y sopesaba- una vez más su último descubrimiento: una sustancia que, al ser ingerida, transportaba a un mundo de ensueño, un mundo onírico intuido solamente y sólo tal vez, a través del sueño, y en uno muy afortunado.
Llegada a sus manos como por casualidad, la primera vez la miró, la remiró y, al no conseguir experimentar nada de esa manera ni lograr algo de ella combinándola con otras materias, la olió (y el olor era más bien desagradable, por su cualidad mohosa) y la probó.
A los minutos, tal vez horas, el alquimista cerró los ojos, se echó en un catre, y supo por primera vez en su vida, que lo que buscaba, por fin lo había hallado.
Y nada más en su mundo anterior tuvo ya ningún sentido: en aquella experiencia, tan real como imaginaria, comprendía de pronto el universo entero, aprehendiéndolo para siempre en su mente.
¿Podía haber felicidad mayor para un hombre de ciencia, de la verdadera Ciencia?
Qué poco sabían sus contemporáneos sobre las principales aspiraciones de los que eran como él; qué poco de sus larguísimas horas en pos de la verdad, qué miserablemente comprendidas eran sus vicisitudes y cuán poco le importaban a él, en realidad, todas estas cosas ahora.
Por fin entendía. Por fin perdonaba. Por fin pensaba. Por fin todo, todo en este nuevo mundo que se le abría ahora, tenía un mismo hilo conductor, un sentido.
Y el alquimista, más solo que nunca, se sintió por primera vez, la persona más acompañada del mundo.

lunes, 15 de agosto de 2011

Historia de amor

Aquella helada noche de invierno en Granada, la bailarina se hallaba en un café.
Mirando a través de un amplio ventanal, la lluvia caía, bañando los cristales.
Esperaba.
Un bonito reloj de pulsera plateado, regalo de un antiguo amor, le recordaba que hacía ya diez minutos que la hora de su cita había transcurrido.
La bailarina cerró los ojos, posando sus largas pestañas negras  de rimel, unas sobre otras. Cerró los ojos recordando el sabor de la piel de aquel a quien esperaba tras la lluvia.
Un camarero se acercó a la mesa de mármol blanco frente a la cual ella esperaba.
_¿Desea algo más la señora?_ le preguntó, amable y profesionalmente.
La bailarina escuchó la última palabra casi como si se tratase de una sentencia de muerte. Con ella se abría  todo un mundo de angustia, soledad y miedo a la decadencia: un mundo que la aguardaba en su casa, cada vez que llegaba de noche, tras una función; que la asaltaba en el espejo de su cuarto de baño, cada vez que se levantaba en medio de la noche; que la atacaba cuando no había nadie con ella, o cuando comprobaba que la competencia era cada vez más joven y más bella, o cuando se acordaba de su rostro de hacía veinte años.
_No, gracias_ le dijo, sin mirar al hombre a los ojos y con un ligero desprecio en el tono de su voz.
Volvió a echar un vistazo al reloj. Quince minutos habían pasado y en el café una pareja se marchaba. _No va a venir_ se dijo, con las lágrimas agolpadas ya en los hermosos ojos negros.
Y las voces de su mente, ésas que aprovechaban el mínimo momento de flaqueza para atacar sin piedad, le empezaron a susurrar primero y a gritar después, que nunca habría alguien interesado en ella.
Respirando hondo, la bailarina se alzó sobre sus zapatos de tacón y fue a pagar a la barra. Un _gracias, señora_ la despidió. La lluvia le caía sobre el cabello, ahora con más fuerza que antes, y unas pequeñas gotas negras le resbalaban por la cara.
Sobre las baldosas de Plaza Nueva, repiqueteaba el taconeo de sus zapatos flamencos mientras se marchaba a casa.
Cinco minutos después, un apuesto y trajeado hombre moreno, llegó a un café con las persianas bajadas, casi totalmente cerradas.
Con un amplio paraguas negro, se maldecía a sí mismo por acudir tarde a una cita.
 _¿Por qué no le pedí el número?_ se decía, con la tristeza que emana de saberse abandonado una vez más por el amor eterno.
Miró su reloj, en unas horas marcharía a Dubai. La lluvia era una cortina de agua fría que salpicaba sus caros zapatos negros.
Anduvo aún por una plaza vacía unos minutos.
Nada o nadie le esperaba. Lenta y pensativamente, regresó a su hotel.

jueves, 4 de agosto de 2011

Tras el mar

En aquella isla desbordante dejaba todos mis recuerdos.
Conforme el barco se alejaba, la brisa cargada de sal me lanzaba a la mente todas aquellas tardes en lo alto de las rocas, contemplando el mar.
¿Que sería de él, de mi amor?
El ruido del ferry llenaba mis oídos por momentos, gritándome que no me fuera, que no abandonara, que tarde o temprano, con constancia, conseguiría aquello que anhelaba.
Pero yo ya no quería escuchar. Desde muy niña, cuando no podía soportar algo -un comentario sobre mí oído furtivamente, a mis espaldas, un castigo pendiente por una trastada hecha, una mala mirada de alguien querido por mí-, cuando algo me hacía daño, daño en el alma, huía de ello, me refugiaba en mí misma, en mi imaginación,
cubría mis oídos con las manos y repetía, a veces mil veces, una palabra distractora, para olvidar aquello que me perturbaba.
Desde niña, aprendí a huir de mis sentimientos.
No había vuelta atrás. El barco se iba, la playa desaparecía ante mi vista cargada de lágrimas. La belleza me dejaba sin habla, una vez más.
_Si algún día me establezco en alguna parte, si algún día me convierto en una persona normal, con una casa y un trabajo estable_, me dije a mí misma, _juro que será aquí, aquí, en esta isla_.
La isla se me había clavado en el alma como el amor se me había clavado en el cuerpo, como un aguijón. Con un veneno lento me consumía la tristeza.
¿Por qué algunas personas sienten con tanta intensidad?; ¿por qué no podemos ser todos iguales?; ¿por qué no podemos amar sin más, con alegría, y olvidar sin más, con facilidad para empezar de nuevo?
Mi alma era como ese mar que dejaba atrás, todo lo empapaba tan profundamente que era incapaz de deshacerse de aquello que una vez hubiese formado parte de ella.
_Nunca más volveré a verte, lo juro_, le grité al viento.
Mas fue un grito silencioso, tan sólo para mis oídos.
Las aguas oscurecidas se movían turbulentas, por el paso del barco; el aire se iba haciendo más frío, en el horizonte la luna dejaba ya sus rayos sobre el reflejo del mar. Algunos pasajeros charlaban mientras contemplaban la puesta de sol al retirarse el ferry. Un intenso olor a café me llevó hasta dentro, el cielo estaba oscuro y estrellado.