Aquella helada noche de invierno en Granada, la bailarina se hallaba en un café.
Mirando a través de un amplio ventanal, la lluvia caía, bañando los cristales.
Esperaba.
Un bonito reloj de pulsera plateado, regalo de un antiguo amor, le recordaba que hacía ya diez minutos que la hora de su cita había transcurrido.
La bailarina cerró los ojos, posando sus largas pestañas negras de rimel, unas sobre otras. Cerró los ojos recordando el sabor de la piel de aquel a quien esperaba tras la lluvia.
Un camarero se acercó a la mesa de mármol blanco frente a la cual ella esperaba.
_¿Desea algo más la señora?_ le preguntó, amable y profesionalmente.
La bailarina escuchó la última palabra casi como si se tratase de una sentencia de muerte. Con ella se abría todo un mundo de angustia, soledad y miedo a la decadencia: un mundo que la aguardaba en su casa, cada vez que llegaba de noche, tras una función; que la asaltaba en el espejo de su cuarto de baño, cada vez que se levantaba en medio de la noche; que la atacaba cuando no había nadie con ella, o cuando comprobaba que la competencia era cada vez más joven y más bella, o cuando se acordaba de su rostro de hacía veinte años.
_No, gracias_ le dijo, sin mirar al hombre a los ojos y con un ligero desprecio en el tono de su voz.
Volvió a echar un vistazo al reloj. Quince minutos habían pasado y en el café una pareja se marchaba. _No va a venir_ se dijo, con las lágrimas agolpadas ya en los hermosos ojos negros.
Y las voces de su mente, ésas que aprovechaban el mínimo momento de flaqueza para atacar sin piedad, le empezaron a susurrar primero y a gritar después, que nunca habría alguien interesado en ella.
Respirando hondo, la bailarina se alzó sobre sus zapatos de tacón y fue a pagar a la barra. Un _gracias, señora_ la despidió. La lluvia le caía sobre el cabello, ahora con más fuerza que antes, y unas pequeñas gotas negras le resbalaban por la cara.
Sobre las baldosas de Plaza Nueva, repiqueteaba el taconeo de sus zapatos flamencos mientras se marchaba a casa.
Cinco minutos después, un apuesto y trajeado hombre moreno, llegó a un café con las persianas bajadas, casi totalmente cerradas.
Con un amplio paraguas negro, se maldecía a sí mismo por acudir tarde a una cita.
_¿Por qué no le pedí el número?_ se decía, con la tristeza que emana de saberse abandonado una vez más por el amor eterno.
Miró su reloj, en unas horas marcharía a Dubai. La lluvia era una cortina de agua fría que salpicaba sus caros zapatos negros.
Anduvo aún por una plaza vacía unos minutos.
Nada o nadie le esperaba. Lenta y pensativamente, regresó a su hotel.
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