sábado, 5 de marzo de 2011

Cuando te enamores

-Cuando te enamores- le habían dicho a la muchacha-, verás a la persona de quien te hayas enamorado, como la más hermosa del planeta. No le encontrarás defectos.
Eso a ella, a sus treinta y tantas primaveras, todavía no le había sucedido.
Mientras tanto, lo que sí había ido obteniendo era un conjunto de experiencias, más o menos amorosas unas, más o menos pecaminosas otras, que colocadas unas sobre otras de manera que encajasen, conformaban una especie de rompecabezas maravilloso, una figura que podría parecerse mucho al ser amado.
La muchacha se quedaba observando esa figura, detenidamente, a veces durante horas, y abrazada a ella, le decía cosas bonitas, y ésta se las devolvía a su vez.
Aquel día de sol y brisa fresca, en el campo, junto a un pequeño río, un primer novio la había amado intensamente. Un amante furtivo, en el frío de una noche sevillana, le demostraba a zarpazos su amor efímero. Un alto y apuesto extranjero clavaba su mirada en la de ella, un otoño madrileño, mientras la besaba en su lecho de flores blancas.
Uno tras otro, sus amores baratos le regalaban instantes magníficos, precisamente porque eran muchos y precisamente porque eran cortos.
La muchacha dudaba de que algún día conociese el amor verdadero, ése que borraba toda huella de fealdad, toda imperfección, todo paso del tiempo  en el cuerpo físico del amado. Y en el cuerpo mental, también.
Abrazada a su manta, hecha de retales de telas tomadas de aquí y de allá, se las ingeniaba para conocer a su próxima víctima. Una infinitesimal punzada de melancolía rozaba entonces su corazón. En esos momentos, respiraba hondo, cerraba los ojos y recordaba aquella arena fresca y su cuerpo mojado contra el de él, en una oscura y calurosa noche de verano barcelonesa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario