sábado, 9 de noviembre de 2019

Nueve de noviembre

Nueve de noviembre y mi corazón sigue congelado, como cuando en el silencio de la noche, de pequeña, soñaba con miedos oscuros y me despertaba rezando, de madrugada, para que no me atrapase la lepra o algún asesino descuartizador de mujeres y niños. Nueve de noviembre y en medio de la nada, el todo. ¿Cómo es posible que mi alma se desarme cada vez que intento concentrarme en el por qué de la vida? Preguntas que me acosan como balas clavadas en mi carne desde antes de nacer. Nueve de noviembre y esa certeza de que nada está escrito y de que todo vale. Es nueve de noviembre, de dos mil diecinueve, y yo sigo buscando luz entre tanta oscuridad. Parecería que al nacer todos llevásemos puesto un cartel dirigiendo nuestras vidas: sería tan fácil así, como Adán y Eva, flotando en un paraíso de verdades como puños. No, nacimos bajo el signo de la duda, de la esperanza basada en los anuncios de internet. Nueve de noviembre, dos mil diecinueve. La vida se desata en las esquinas, bajo el sol de otoño, luminoso y bello, sobre un claro cielo azul del sur de Europa. La vida se muestra como es, con la forma de unos pinos movidos por el viento o de pequeñas, diminutas moscas que acuden a comida en descomposición. La vida late bajo mi cerebro saturado de ideas. Este primaveral otoño abre sus alas invernales y guarda el misterio tras de sí: jamás pensé que esto sería así, cuando yo nací. He abierto los ojos en un túnel, y lo que veo son sombras de las cosas que una vez fueron reales para mí. Nueve de noviembre y sé que nunca volveré a verte.

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