lunes, 14 de septiembre de 2020

A mi madre

En el fondo del mar existen seres de cualidades extraordinarias: animales gigantescos nadan junto a otros minúsculos; algunas criaturas no tienen ojos y otras son fosforescentes, con luz propia, cual luciérnagas en el permanente y oscuro mundo del agua salada. En él hay seres prehistóricos, que van de la mano de aquellos de última generación, los más evolucionados de su especie...

En las profundidades marinas se hallan todos los secretos que tú querías comprender, ver con tus propios ojos, conocer un día, aquel día extraño y fantástico en que te murieras.

Hoy, de noche ya, sentada frente a ese mar que es inacabable por eterno y eterno por omnipresente, el relente nocturno ha rozado de pronto, en una ligera ráfaga, mi sistema nervioso, sacándome de una lectura.

Entonces he mirado a un cielo nublado, negro y sin estrellas. Y he pensado en ti, queriendo saber dónde estás.

Pareciera que el cielo, con sus estrellas y sus planetas, sus azules y sus negros, sus días y sus noches, o que el mar, con su sucesión de olas; o el viento, las rocas, las tormentas, los amplios espacios naturales y en definitiva todo lo que la Tierra y el cielo  pudiera contener; pareciera que todo ello hubiese de recordarme a ti, o que tú hubieras de encontrarte allí.

Mas no en las visitas al supermercado, las citas en el dentista, el hacer café en la cocina temprano, de mañana, o el sentarse en el sofá.

Pareciese que tú ya te hubieses unido al mundo de lo grande, lo glorioso, lo magnificente, de lo sabio, al estilo bíblico; al universo de las oraciones, de las peticiones sublimes, de los rezos de los niños de noche, para que los ángeles les protejan.

Y, sin embargo, yo sé a dónde has ido.

Sé que andarás vagando en esos inmensos océanos, allá en lo más profundo, conociendo sus misteriosas criaturas; que estarás en ellos, deslizándote divertida y curiosa, entendiendo la grandeza de las cosas en la simplicidad de las más antiguas de las criaturas. 

Como cuando de niña jugabas en los árboles.


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