sábado, 29 de enero de 2011

El bereber

El bereber la miró a los ojos. Cuando digo -la miró a los ojos-, quiero decir que su mirada era su ser entero a través de sus ojos, hablándole al de ella.
Él, vestido con chilaba y turbante de una bella tela de color índigo.
Ella, vaqueros, pelo largo, oscuro y suelto, camiseta ajustada y pañuelo por encima de hombros y torso, para evitar problemas.
El lugar, una ciudad esculpida en el desierto, frente a su hermosísima gemela ciudad antigua, de edificios de adobe.
La miró nada más verla y luego ella le perdió de vista.
Al salir del hotel, caminó con su grupo hasta un café. Él no tardó en llegar. Esta vez, mucho más directo, se enfrentó a ella y le dijo –ven, te voy a llevar a una tienda-. Allí ella compró una tela como la suya, para hacerse idéntico turbante al de él. Ni qué decir tiene que, en una esquina de la tiendecita, la intentó besar. Ni qué decir que ella se apartó, medio asustada, sorprendida y azorada, pero con ganas de que la hubiese besado. Todo aquello iba mezclado con una ligera pero inquietante sensación de peligro, que lo aderezaba todo con la pasión de la aventura.
Pasión, justo aquello que infla de vida el espíritu y le permite seguir adelante, haciendo que la memoria esboce una sonrisa.

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